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miércoles, 2 de septiembre de 2015

La más hermosa

Ella era hermosa, la más hermosa que se hubiese visto en siglos desde que Helena se alejase saltando sobre los muros de Troya. Su piel era blanca como el mármol y suave como el oleaje que salpicaba de espuma sus pies. Siempre engalanada con la sencillez de la naturaleza, sin joyas más allá de sus propios ojos y manos, sin más adorno que sus labios y pies danzando con alegría entre los escalones de arena y hierbas amarillas. Sus brazos siempre estuvieron abiertos para acoger en su hogar y mecer en su regazo a cuantos necesitaron de una madre a la que pedir consejo, de la que aprender; sus oídos siempre estuvieron abiertos para recibir en su interior los relatos de sus hijos, con sus descubrimientos y enseñanzas. Ella estuvo siempre en pie y fue fiel a sí misma, a sí misma y a todos cuantos la rodearon, elevándose por encima del tiempo para hacerse oír sobre la guerra y el desatino caprichoso de los niños ignorantes. Y con sus senos cargados mantenía a los que buscaban alimento y guardaba en su vientre el centro del mundo. Fue querida, amada, apreciada y respetada por todos los que alguna vez la conocieron o desearon hacerlo, y aún en sueños ella jamás defraudó a nadie. 

Pero llegaron días oscuros que trajeron consigo a los hombres barbados. Hombres fieros, con rostros cubiertos por barbas como puños, que se escondían bajo telas malolientes, impregnadas de sudor y odio. Y llegaron capitaneados por la luna traidora que, celosa de su belleza, los azuzó como a lobos para que devorasen todo lo hermoso que había en el mundo, de modo que la luna no tuviese competidores. Muchos fueron los que defendieron a la más hermosa, pero su sangre valiente le salpicó los blancos pies que, en señal de luto, ya no volvieron a bailar. Los barbudos entonces la rodearon y apresaron, encadenándola, desgarrando sus ropas y arañándole la piel, violando sus tesoros con tanta ansiedad que ya no quedaron más lágrimas que derramar en sus ojos.

Si afirma lo mismo que ordena el Profeta, sobra por redundante. Si afirma lo contrario a lo que ordena el Profeta, sobra por infiel”.

Al oír aquello, la más hermosa trató de huir, pero fue tal su temor que las piernas no se le movieron, como columnas pesadas e inertes asentadas en la arena. Y los barbudos la agarraron por brazos y piernas, y la ahogaban.

Sacando las espadas que les había entregado la luna, creadas a su imagen y semejanza, le cortaron los senos, dejando que su leche maternal se desperdiciase entre el barro, y le prendieron fuego a los restos de su vestido, contemplándola con placer mientras aullaba, como una columna de llamas rojas que se retuerce como un huracán. La más hermosa gimió, cegada por el humo de su propia piel quemada, e incapaz al fin de continuar en pie, se derrumbó.

La Tierra la llamó por su nombre, tratando de llegar hasta ella por encima de los vítores y los gritos de triunfo de aquellos hombres, y sintió como sus entrañas se retorcían de rabia y dolor al ver lo que habían hecho. Desesperada se volvió al Cielo y pidió piedad, y el Cielo al ver lo ocurrido lloró con amargura para apagar las llamas que consumían la belleza de la más hermosa, ocultando con sus nubes negras de luto la sonrisa pérfida de la luna. Pero para entonces la más hermosa ya estaba muerta.

Y aún hoy se puede escuchar aquel gemido arrastrado por el viento, un gemido sin espacio, sin tiempo, que resuena en las cuevas, se arrastra penoso por los valles y clama en las montañas, inundando el mundo con el susurro de mil voces que lloran y se lamentan: “¡Cantemos un himno en recuerdo de la más hermosa, cantemos una oda en recuerdo de la Biblioteca de Alejandría!


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