
Pero llegaron días oscuros que
trajeron consigo a los hombres barbados. Hombres fieros, con rostros cubiertos
por barbas como puños, que se escondían bajo telas malolientes, impregnadas de
sudor y odio. Y llegaron capitaneados por la luna traidora que, celosa de su
belleza, los azuzó como a lobos para que devorasen todo lo hermoso que había en
el mundo, de modo que la luna no tuviese competidores. Muchos fueron los que
defendieron a la más hermosa, pero su sangre valiente le salpicó los blancos
pies que, en señal de luto, ya no volvieron a bailar. Los barbudos entonces la
rodearon y apresaron, encadenándola, desgarrando sus ropas y arañándole la
piel, violando sus tesoros con tanta ansiedad que ya no quedaron más lágrimas
que derramar en sus ojos.
“Si afirma lo mismo que ordena el Profeta, sobra por redundante. Si afirma lo contrario a lo que ordena el Profeta, sobra por infiel”.
Al oír aquello, la más hermosa trató
de huir, pero fue tal su temor que las piernas no se le movieron, como columnas
pesadas e inertes asentadas en la arena. Y los barbudos la agarraron por brazos
y piernas, y la ahogaban.
Sacando las espadas que les había entregado la luna,
creadas a su imagen y semejanza, le cortaron los senos, dejando que su leche
maternal se desperdiciase entre el barro, y le prendieron fuego a los restos de
su vestido, contemplándola con placer mientras aullaba, como una columna de
llamas rojas que se retuerce como un huracán. La más hermosa gimió, cegada por
el humo de su propia piel quemada, e incapaz al fin de continuar en pie, se
derrumbó.
La Tierra la llamó por su nombre, tratando de llegar
hasta ella por encima de los vítores y los gritos de triunfo de aquellos
hombres, y sintió como sus entrañas se retorcían de rabia y dolor al ver lo que
habían hecho. Desesperada se volvió al Cielo y pidió piedad, y el Cielo al ver
lo ocurrido lloró con amargura para apagar las llamas que consumían la belleza
de la más hermosa, ocultando con sus nubes negras de luto la sonrisa pérfida de
la luna. Pero para entonces la más hermosa ya estaba muerta.
Y aún hoy se puede escuchar aquel gemido arrastrado por el viento, un
gemido sin espacio, sin tiempo, que resuena en las cuevas, se arrastra penoso
por los valles y clama en las montañas, inundando el mundo con el susurro de
mil voces que lloran y se lamentan: “¡Cantemos un himno en recuerdo de la más
hermosa, cantemos una oda en recuerdo de la Biblioteca de Alejandría!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario